martes, 2 de febrero de 2010

La novela de un joven pobre

Carlos Monzón: EL GRAN NOMBRE DE LOS MEDIANOS

El Comercio
Por: El Veco Escritor y periodista
Sábado 9 de Enero del 2010

14 de abril de 1970. Tiene cara de indio, porque allá en San Javier le cargaron la sangre de la tierra. Tiene la desconfianza del aporreado, del que pasó hambre, del que alguna vez en la infancia desconcertada aprendió a insultar a los uniformes…

Llegó a Santa Fe en una chata trepidante con sus viejos. Eran 11 hermanos. Y la variante de cambiar de rumbo que casi nunca se hace esperanza sino simple novedad. Vendió diarios, trabajó en changas, “lo que viniera”.

Este Carlos Monzón que me pregunta diez veces sobre la pelea con Benvenutti, qué novedad tengo, sobre cuál es el último rumor que traigo de Buenos Aires, tiene la cautela sabia del hombre del interior que estudia cada paso, que baraja cada reacción. Esa tarde almorzando en la casa de Brusa no disimuló su desazón. “Ya me estoy cansando de darle a la bolsa de entrenamiento”. Y el técnico lo barajó en el aire: “Más te vas a cansar si mañana tenés que hombrearla”. La ausencia de una fecha concreta lo desacomoda. Todos esperamos que se concrete en la próxima primavera, una vez que Benvenutti salve el escollo de Bethea en su defensa del mes de mayo.

Y de pronto se agranda, saca pecho: “A ese italiano lo pongo en el piso. Brusa me ha dicho cómo pelea y con eso me alcanza. No es noqueador”. La bronca tiene base. Se quedó sin rivales y su evolución física llegó a la madurez.

“Tenía problemas —acota Brusa— por falta de glóbulos rojos. Era un muchacho no construido. Lo bombardeamos con vitaminas y hoy está para ganarle a cualquiera. Las dos manos le siguen doliendo, siente esos dolores en los escafoides y hay que infiltrarle novocaína antes de cada pelea. Monzón lo aguanta, es estoico y quiere ser campeón”. Los ladrillos de su casa aún denuncian la obra no terminada. Ya es toda suya, allá en el límite de la ciudad con el campo. No le gusta el centro, como si algo lo atara indefinidamente a su niñez de pata en el suelo. La señora, los dos hijos, ese local que se completará al frente para instalar una despensa.

El récord del campeón da vueltas en mi cabeza: 78 peleas, 65 triunfos (43 por fuera de combate), 9 empates, 3 derrotas por puntos —cuando comía salteado— y una sin decisión. No pierde desde el 9 de octubre de 1964, y estos seis años de halagos justifican todo el resquemor almacenado.

¿Cómo empezó todo? Cuando llevaba cuatro peleas como amateur, se presentó a Brusa: “No me dieron una plata prometida, me robaron y quiero trabajar con usted”. Una frase, un apretón de manos y a darle al gimnasio. “Yo me saqué la lotería con Brusa”, comenta. Y no hace falta que me aclare nada. Porque la capacidad y la honestidad de Brusa son tan conocidas en el boxeo como la magia de Troilo en las noches de tango.

Brusa tiene 48 años, tres hijos, ex peso pesado amateur que dejó de boxear tras un choque con Rafael Iglesias (“me dio flor de paliza”) Hoy cree —como “El Gráfico”— que su pupilo está listo para el máximo examen. Hoy —dice Amilcar— le digo que tengo la certeza de que le gana a Benvenutti, porque está maduro, porque aunque no luzca es un tipo práctico, que hace lo justo y que física y mentalmente está convencido de que debe ser el próximo campeón del mundo”.

Por la noche fuimos a Paraná a través de la maravilla del túnel subfluvial. Ya Monzón se había soltado. “Para casarme mis suegros tuvieron que regalarme la cama y el colchón, se lo juro. No tenía un peso…”.

Gritó diarios en las calles de Santa Fe, midió la amargura del hambre que siempre es más que barriga vacía en el amor propio deshecho. Fue pendenciero, se trompeó en las esquinas, perdió el rumbo y se tranquilizó cuando Brusa lo respetó, creyó en él y le dio su experiencia y su ejemplo. Este es el Monzón que vale para soñar victorias. De pocas palabras, desconfiado en la presentación, pero capaz de largarse cuando la “pierna” lo convence. Este es el Monzón que en un regreso a Santa Fe, vio un montón de gente que lo esperaba, y entonces tomó a su hijo en brazos, lo tiró como una pelota y lo hizo rebotar en el pecho. En ese instante también daba la bienvenida al nuevo mundo que descubría, ese que asomó por primera vez la noche en que venció a Jorge Fernández y una lágrima honesta denunció que la piedra tenía vida. Esta es la novela de un joven pobre que supo encontrar la pausa justa tras la tortura de las privaciones.

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