domingo, 8 de noviembre de 2009

El hombre que no era Darwin

Escrito por: David Quammen
01 de Diciembre de 2008
National Geographic

Alfred Russel Wallace trazó una gran línea divisoria en el mundo de los seres vivos, y encontró su propio camino hacia la teoría de la evolución.


Wallace (en la época que regresó a Inglaterra, en 1862) nunca formó parte del mundo científico británico.Foto del Museo de Historia Natural, Londres

Ternate es una hermosa y pequeña isla volcánica que surge de los mares al noreste de Indonesia, 1 000 kilómetros al este de Borneo. Alguna vez fue un centro comercial importante del imperio holandés. Desde ahí, mercancías como especias y otros artículos preciosos viajaban al Oeste por barco. Actualmente, sus muelles bulliciosos, sus mercados, sus mezquitas y antiguos fuertes, el palacio del sultán y una fila de casas de concreto adornan la única carretera costera. Las colinas internas están, en su mayoría, despobladas y llenas de vegetación. En esos bosques, con suerte, todavía se puede encontrar un ave resplandeciente, de pecho esmeralda y dos largas plumas blancas que caen como una capa sobre cada hombro. El nombre científico de este animal, Semioptera wallacii, rinde tributo al hombre que lo dio a conocer en la comunidad científica. Este hombre es Alfred Russel Wallace, un joven naturalista inglés que hizo trabajo de campo en el Archipiélago Malayo a finales de los cincuenta del siglo XIX y principios de los sesenta. Fue en esta isla, el 9 de marzo de 1858, desde donde envió una carta de enormes consecuencias a bordo de un vapor holandés que se dirigía a Occidente.

La carta iba dirigida al Sr. Charles Darwin. En ella, se incluía un artículo breve llamado “Sobre la tendencia de las variedades de apartarse indefinidamente del tipo original”. Este documento fue el resultado de dos noches de apresurada escritura, el cual, a su vez, fue precedido por más de 10 años de especulación e investigación esmerada. Lo que el artículo describía era una teoría de la evolución (aunque no con ese nombre) por selección natural (sin usar tampoco esa frase) muy similar a la teoría que Darwin, entonces eminente naturalista de reputación convencional, ya había desarrollado, pero aún no publicaba.

Este es uno de esos episodios clásicos de la historia de la ciencia, la formulación casi simultánea de lo que ahora consideramos la teoría de Darwin por parte de Darwin mismo y un joven científico que apenas empezaba, Alfred Russel Wallace. Wallace, famoso en vida como el socio de Darwin y por otras contribuciones a la ciencia y a las disciplinas sociales, cayó en la sombra tras su muerte en 1913. En décadas recientes ha resurgido su reconocimiento. Su retrato ahora está, junto al de Darwin, en la sala de juntas de la Sociedad Linneana en Londres, la misma donde el codescubrimiento de ambos se anunció hace 150 años. Sus escritos, en temas como la teoría evolutiva y la justicia social, y hasta sobre la vida en Marte, están volviendo a publicarse o están surgiendo en la red. Se le reconoce entre los historiadores de la ciencia como fundador de la biogeografía evolutiva (el estudio de qué especies viven, dónde y por qué) y como pionero de la biogeografía insular en particular, como un teórico pionero del mimetismo adaptativo, como la voz precursora de lo que hoy llamamos biodiversidad. Es decir, es una figura importante en la transición que reformó la antigua manera de ver la historia natural en la biología moderna. Wallace también recolectó grandes cantidades de especies, fue un recaudador despiadado de maravillas naturales. Sus colecciones enriquecieron los museos y la taxonomía. Sin embargo, la mayoría de la gente que sabe quién es sólo lo conoce como el socio secreto de Darwin, el hombre que codescubrió la teoría de la evolución por selección natural, pero que no obtuvo una parte equivalente del crédito.

La historia de Wallace es compleja, heroica y confusa. Además de ser uno de los grandes biólogos de campo del siglo XIX, fue un hombre de independencia malhumorada y pasiones efímeras. Un alma inquieta nunca satisfecha, un creyente en el espiritismo y sus sesiones, un devoto de la frenología, iniciado en el mesmerismo, tardío apóstata de la teoría darwiniana sobre el desarrollo del cerebro humano y opositor a la vacuna de la viruela, promotor de la nacionalización de los grandes terrenos privados. Estas y otras excentricidades hicieron que sus opositores tuvieran bases para considerarlo algo inestable. Lo que no han resuelto adecuadamente aún ni biógrafos ni estudiosos ha sido cómo reconciliar tales logros brillantes, convicciones radicales y fanatismos incautos dentro de un mismo hombre, el carácter de un naturalista de campo y empírico consumado. Si no hubiese existido, este Alfred Wallace, sólo un novelista victoriano bastante peculiar lo habría podido crear.

El primer punto cardinal de la biografía de Alfred Wallace es que, para él, –no así para Darwin–, la necesidad fue la madre de la invención. Era un muchacho curioso de una familia sin dinero. A los 14 años, en 1837, empezó a trabajar. Darwin, quien en ese momento era un joven de 28 años que solventaba sus aventuras con los recursos de su padre, acababa de llegar a casa a bordo del Beagle.

Wallace fue principalmente autodidacta, frecuentaba las bibliotecas e institutos de la clase trabajadora durante la década que laboró como supervisor de tierras, constructor y maestro en la ciudad de Leicester. Durante su periodo como agrimensor, transcurrido en la zona rural de Gales, se interesó por la naturaleza a través de la botánica e hizo largos recorridos por las llanuras y montañas, aprendiendo a identificar familias de plantas con una modesta guía de bolsillo. Su trabajo como profesor le daba tiempo para leer una selección ecléctica de obras que incluían el Personal Narrative of Travels, de Humboldt, y una obra que lo influyó más, el Ensayo sobre el principio de la población, de Malthus, que había catalizado el pensamiento de Darwin sobre la lucha por la supervivencia y que aceleraría el suyo. Hizo amistad con un joven llamado Henry Walter Bates, antiguo aprendiz de mercero, quien lo introdujo a los placeres de coleccionar escarabajos.

Los libros también fueron importantes para Wallace y mencionó otras dos obras que lo ayudaron a hallar su camino: la bitácora del viaje de Darwin en el Beagle, una entretenida narrativa que prácticamente carecía de ideas sobre la evolución. El otro, más audaz e incendiario, fue un best-seller anónimo, Vestigios de la historia natural de la creación, de 1844, que ofrecía una visión evolutiva de la vida en la Tierra. La ortodoxia dominante en Occidente establecía que Dios había hecho todas las especies mediante actos específicos de creación y que todas las especies estaban establecidas. Esta inmutabilidad no era sólo un dogma religioso, sino también científico. El filósofo de la ciencia, William Whewell había escrito recientemente: “Las especies tienen una existencia real en la naturaleza y no existe una transmutación de una a otra”. En oposición, Vestigios presentaba la hipótesis de una “ley de desarrollo” en los seres vivos en la que una especie se transformaba en otra debido a circunstancias externas, en pasos incrementales, de formas simples de vida a formas complejas hasta llegar, incluyéndolo, al hombre. El resultado era la adaptación. Dios tenía un papel, según este libro, pero más distante, como el primer diseñador del proceso.

Darwin pensaba que sus bases eran poco sólidas. Wallace, más joven e impresionable, veía en este documento una “hipótesis ingeniosa” aún no demostrada, pero que podía quizá comprobarse. Para él, el libro representaba tanto un “aliciente” para recopilar datos de historia natural como una teoría provisional contra la cual comparar datos obtenidos. Con este incentivo, él y Bates idearon un plan para ir a buscar información al bosque tropical del Amazonas.

Dado que carecían casi de recursos, pagaron sus gastos enviando especímenes de vuelta a casa donde se vendían a museos y a coleccionistas privados. Mariposas, escarabajos y aves se contaban entre los más solicitados. Y si las criaturas eran raras y hermosas, mejor. Su agente era Samuel Stevens, de Londres, un hombre fiel que tendría un rol importante en la vida de Wallace y lo vincularía con compradores y, eventualmente, con los científicos ingleses.

La saga de cuatro años de Wallace en el Amazonas, explorando el nacimiento de los ríos en regiones a lo largo del río Vaupés y en otros lugares, observando, recolectando especímenes, tomando notas, realizando bocetos, fue un gran triunfo de la persistencia, invaluable como ejercicio, pero que terminó en desastre. Volvió a casa desde Pará (Belém), Brasil, en agosto de 1852 a bordo del Helen, que se incendió y hundió. Wallace sobrevivió en una lancha, pero todas las colecciones que traía se perdieron. Entonces, el barco que lo rescató, el Jordeson, se topó con una tormenta y casi se hunde también. “Desde que salí de Pará, 50 veces me he prometido –escribió a un amigo–, si algún día regreso a Inglaterra, nunca más confiar en los océanos. Pero las buenas resoluciones pronto se olvidan”. A los pocos días de llegar a casa, Wallace comenzó a planear su siguiente viaje. Iría al Este, a un mundo insular.

Su larga expedición al Archipiélago Malayo fue distinta, mucho más fructífera en cuanto a especímenes e ideas. Wallace llegó a Singapur en abril de 1854 y pasó los siguientes ocho años saltando de isla en isla. En tierra, vivía como los locales, en casas de techos de paja y comía lo que podía intercambiar o comprar. Visitó Sumatra, Java, Bali, Lombok, Borneo, las Islas Célebes, Gilolo, Ternate, Batchian, Timor, Ceram, un pequeño grupo de islas llamado Aru, al extremo este del archipiélago y la península Vogelkop de Nueva Guinea. Pasó cerca de la isla de Komodo (pero pese a su interés en la fauna notable, no supo de la existencia de los dragones de Komodo). En algunos sitios, como Sarawak y Aru, se quedó por meses, reuniendo mariposas y escarabajos en los bosques cercanos, cazando aves y procesando sus especímenes y sus observaciones, curando sus pies infectados, recuperándose de brotes de malaria y esperando a que las lluvias terminaran o los vientos cambiaran. Aprendió suficiente del lenguaje malayo para negociar en lugares remotos. En todos lados recolectaba cosas, preparaba y empacaba insectos y pieles de aves y mamíferos con gran cuidado y los mantenía consigo hasta llegar a puerto. Luego los enviaba a Samuel Stevens, en Londres. Sólo de Aru, con sus aves del paraíso y otras atracciones, obtuvo más de 9 000 ejemplares que representaban a 1 600 diferentes especies, muchas de las cuales eran nuevas para el mundo científico. Calculó que el lote podría valer unas 500 libras. Stevens lo vendió al doble y consiguió una cantidad equivalente a 100 000 dólares actuales.

Las cifras de Aru, en una razón de seis a uno entre espécimen y especie, daban cuenta de un dato crítico sobre Wallace y cómo trabajaba. Quería varios especímenes de cada especie, no sólo uno o dos ejemplares, sobre todo si la especie era visualmente impresionante, como la mariposa ala de pájaro, los escarabajos longicornios gigantes o las aves del paraíso. En el Amazonas había recolectado 12 ejemplares de una espectacular ave roja, el gallito de las rocas guyanés (Rupicola rupicola), y admitió que habría matado 50 si no fuesen tan raros y difíciles de encontrar. En Aru, igualmente, codiciaba los especímenes de un ave del paraíso más grande (Paradisaea apoda). Más adelante, en una excursión por el río Maros, en las Célebes, consiguió seis buenos especímenes de la mariposa Papilio androcles, uno de los mayores paiplónidos, con largas colas blancas que cuelgan como serpentinas. Y de la isla de Waigiou, recolectó 24 individuos de ave del paraíso roja (Paradisaea rubra). Su finalidad al recolectar varios individuos no era sólo poseer un muestrario mayor de las especies más decorativas a la venta, sino también reflejaba las ganas de representar cada especie en su colección personal con una “buena serie” de individuos.

La consecuencia fue que Wallace vio y reconoció, en un grado que el mismo Charles Darwin había tardado más tiempo en reconocer, algo muy importante sobre las criaturas silvestres: que cada especie tiene una considerable variación entre los individuos. No todos los especímenes de Papilio androcles tienen las colas tan largas y blancas. No todas las aves del paraíso son tan hermosas como otras. Cada individuo varía genéticamente de sus hermanos y primos de maneras que se manifiestan en desigualdades, tanto visibles como fisiológicas.

Esta observación es crucial para la idea de la evolución por selección natural. La variación individual proporciona material diferencial con el cual trabaja la selección. Darwin notó esta alteración en las especies domésticas, pero se dio cuenta de la existencia de esto en las silvestres tras su largo proyecto de clasificación de percebes, una desviación de ocho años en su lento curso hacia la publicación de su teoría.

Los patrones de distribución de las especies en el tiempo y el espacio le dieron otras claves sobre la teoría evolutiva. Estos patrones no le dejaban muy claro a Wallace cómo podría funcionar la evolución, pero sí reafirmaban su hipótesis (derivada de Vestigios) de que las especies habían evolucionado, una a partir de otra, por alguna suerte de proceso natural de ascendencia y transformación.

Aunque no utilizó la palabra “biogeografía”, desde 1852 ya la practicaba. A su regreso de Brasil, publicó un artículo donde describió la distribución de las especies de monos en la cuenca del Amazonas y mostró que cada una se localizaba en uno u otro lado de tres grandes ríos convergentes: el Amazonas, el Negro y el Madeira. Esto resultaba curioso. Si Dios había creado a todas las especies de la nada y las había colocado en sus lugares adecuados, ¿por qué no puso a estos monos en ambos lados de un determinado río?

Tres años más tarde, en Borneo, mientras esperaba que terminara la temporada de lluvias, Wallace pensó en algunos de los libros que había leído y los catálogos de museos que había revisado. Estas fuentes le dieron suficientes datos sobre la distribución mundial de los animales, qué especies y grupos estaban en unos lugares, pero no en otros. Los colibríes eran nativos sólo de América. Las Nectariniidae sólo en el Viejo Mundo, del oeste de África hacia el Este. Los tucanes eran una familia tropical americana; los cálaos ocupaban casi los mismos nichos que los tucanes, pero en los trópicos de África, Asia y las islas orientales. Empezó a observar patrones similares en los insectos, peces, reptiles, mamíferos, plantas. Quería saber por qué. Se le ocurrió, escribió más tarde, “que estos datos no habían sido utilizados correctamente como indicaciones de la forma en que habían surgido las especies”.

También recordó, de sus lecturas de la obra de Charles Lyell sobre geología y fósiles, cómo las especies similares parecían sucederse en el tiempo. Una combinación de estos datos, geográficos y geológicos, resultó en la formulación de lo que Wallace llamó la “ley” del origen de las especies: “Cada una ha llegado a existir coincidentemente tanto en espacio y tiempo con la preexistencia de una especie aliada cercana”. Redactó un artículo y lo envió a Londres. El subtexto, que era evidente pero no se especificó, fue la evolución: las especies “aliadas cercanas” (similares) aparecen adyacentes en el especio geográfico y en el tiempo geológico porque han descendido de ancestros comunes. Wallace estaba seguro al menos de esto. Pero no podía aún proponer el mecanismo a través del cual se daba esta transformación. Se publicó en una gaceta de historia natural, pero casi nadie, ni Darwin, reconoció que representaba el segundo gran paso del joven naturalista hacia la teoría de los orígenes evolutivos.

Durante sus escalas en Bali y Lombok, separadas por un estrecho profundo pero angosto, notó otra serie de patrones de presencia-ausencia. “En Bali hay barbudos, aves frugívoras y pájaros carpinteros –escribió. Pero del lado de Lombok–, no los hay, aunque sí una gran abundancia de cacatúas, melífagos y telégalas, que son igualmente desconocidos en Bali o en otras islas más hacia el Oeste”. Encontraría discrepancias similares entre las islas más grandes de Borneo y Célebes, justo al norte, que estaban frente a frente, separadas por estrechos profundos. Todos estos datos concuerdan más con una visión evolutiva de biogeografía que con un dogma piadoso de creación especial.

El tercer paso hacia su teoría lo dio en 1858, en un lugar cerca de Ternate, cuando de pronto relacionó las claves biogeográficas con el fenómeno de la variación en las especies, las observaciones de Malthus sobre el exceso de crecimiento poblacional, el hecho de que el alimento y el hábitat están limitados aun si el ritmo reproductivo no, y la noción de que la mayoría de los hijos de las especies no sobrevien. “Pensando sobre la enorme y constante destrucción que esto implicaba, me pregunté por qué unos viven y otros mueren”. Su respuesta fue que las variantes mejor equipadas para las circunstancias sobrevivían. Incluso, este proceso debe generar un cambio direccional adaptativo en las especies en general. ¿Por qué la jirafa tiene el cuello largo? Porque las que lo tenían corto no dejaron descendencia.

Emocionado, envió su manuscrito a Darwin, a quien reconocía como un genial, pero distante, correspondiente. Wallace le comenta que espera que esta idea le sea tan nueva como lo es para él.

Por supuesto, no lo era. La idea tenía 20 años cocinándose en la mente de Darwin y era suya. Pero tras dos décadas de investigación continua, de refinamiento de sus argumentos, de distracciones y de dudas, Darwin no tenía nada publicado que demostrara que él lo había pensado.

Alfred Wallace estaba atrapado en las costas de Nueva Guinea, castigado por el clima, el hambre y la fiebre el día de 1858 que su artículo, junto con algunas cosas no publicadas de Darwin, se leyó en la Sociedad Linneana. Este evento era una maniobra sutil y arbitraria que le permitía a Darwin coanunciar el descubrimiento con Wallace. Nadie lo consultó, aunque al enterarse se mostró complacido y halagado. En noviembre de 1859, Wallace seguía en el Archipiélago Malayo cuando Darwin publicó Sobre el origen de las especies, libro que escribió apresuradamente al sentir la presión del artículo de Wallace. La copia de Wallace llegó en buque de vapor, como cortesía de Darwin. Lo leyó unas cinco o seis veces, cada vez más impresionado por la manera en que había logrado integrar toda la información. “Es el Principia de la Historia Natural –le escribió a un viejo amigo–. El Sr. Darwin le ha dado al mundo una nueva ciencia y su nombre debería estar por encima de todo filósofo antiguo o moderno”. Si el nombre de Darwin resaltó sobre el de todos los demás filósofos, con seguridad lo haría sobre el de Wallace como autor de esta teoría. Y así fue. Pero este, de espíritu generoso, satisfecho con sus propias fortalezas y limitaciones, no le guardó rencor.

Por la misma época, envió otro artículo a Londres, para la revista de la Sociedad Linneana con el título “Sobre la geografía zoológica del Archipiélago Malayo”. Aquí abundaba sobre sus observaciones de la distribución de la fauna y reconoció dos diferentes regiones biogeográficas, la india y la australiana. Si se traza una línea a lo largo del estrecho entre Borneo y las Célebes y se continúa al sur entre Bali y Lombok, al oeste de esta línea se podrán encontrar primates, carnívoros (incluyendo tigres, que están en Bali, pero no más allá), insectívoros, faisanes, trogónidos, bulbules y otras especies distintivas de Asia. Hacia el Este habrá cacatúas, loris, casuarios, megápodos, cuscuses y otros marsupiales y una variedad mucho mayor de loros que de ardillas. Ambas regiones, pese a sus condiciones de clima y hábitat similares, tienen dos faunas diferentes. “Esto sólo puede explicarse por la aceptación de vastos cambios en la superficie terrestre”, escribió Wallace. Lo que significaba era que no fueron los caprichos de un Dios los que pusieron las especies donde se encuentran ahora. La historia, evolución, dispersión ecológica y cambios geológicos lo hicieron.

Ocho años después, el gran anatomista y darwinista, Thomas H. Huxley, llamó a esta frontera la “línea de Wallace”. El nombre se quedó.

Esta línea, que divide la región del sureste asiático de la región australiana, se convirtió en uno de los principios fundamentales de la biogeografía moderna. En sí era una delineación meramente descriptiva. Lo que la hizo profunda y útil fueron las cuestiones evolutivas, ecológicas y geológicas que saltaron a la vista. Alfred Wegener, autor de la teoría de la deriva continental, a principios del siglo XX, sería otro de los muchos científicos en deuda con las ideas de Alfred Russel Wallace.

Wallace regresó a Inglaterra en 1862. El origen de las especies ya estaba en su tercera edición y Darwin iba en camino a convertirse en el famoso personaje reconocido y juzgado por todos. Darwin le dio la bienvenida como un apreciado colega y lo invitó a su casa. En sus expediciones en Malasia, calculaba Wallace, había realizado 60 o 70 viajes y recolectado 125 660 especímenes. Gracias a Samuel Stevens tenía algo de dinero.

Pero la vida después de sus viajes no fue fácil. Perdió una buena parte de su capital en malas inversiones y en la manutención de varios familiares. Se mantuvo ocupado como autor independiente, lo cual le dio gran libertad mental, pero nada de seguridad económica. Para principios de 1869 tenía ya una esposa y dos hijos. Ese año también publicó El Archipiélago Malayo, un recuento de sus viajes en las islas. En 1880, cuando Wallace tuvo más problemas financieros, Darwin lo ayudó y le consiguió una pensión especial.

El final de la carrera de Wallace y los distintos vectores de su pensamiento están representados en sus publicaciones. Entre sus libros encontramos Contributions to the Theory of Natural Selection (1870), On Miracles and Modern Spiritualism (1875), The Geographical Distribution of Animals (1876), Land Nationalisation (1882), Is Mars Habitable? (1907) y The revolt of Democracy (1913). Cuando publicó un tratado completo de selección natural, en 1889, con humildad característica lo llamó darwinismo. El epónimo no era importante para él. Las ideas sí. Y siguió sin preocuparse sobre quién recibía el crédito.

Había vivido una vida rica para un hombre sin mucha educación o dinero. Había viajado mucho, tanto geográfica intelectualmente. Conocía su línea. No había otra igual.


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